February 07, 2007

Canto al opio

Toce, escupe y grita de dolor. Demuestra cansancio. Su juventud, mancillada por el opio, no retornará jamás al desdichado fumador. Su aspecto delata unas profundas ojeras, rostro enjuto y la vista gacha. A pesar de las continuas contracciones estomacales, mantiene una leve sonrisa que no puede suprimir. Su mirada no cambia. Ahí está, detenida, observando al horrendo diablillo en el óleo de Fuseli.




Esto es el paraíso, se repite constantemente en voz baja. Los colores, aún más vivos, bombean nítidos, en sus oídos alterados. De su boca derrama un líquido rojizo que no logra contener. ¡Carajo! Grita nuestro héroe, intentando limpiar el espeso vómito de sus pantalones. Se tira al suelo presa de una ira demencial. Llora, sus lágrimas caen; el frío suelo es el único testigo del sentimiento dispar.

Observa detenidamente su habitación. Es rústica, austera. Hay una litografía de Dalí. Manchas sobre otras manchas sublevan el ímpetu realismo en el que Quijote no existe. Muestra todo y entendemos algo. Algo que la conciencia capta, mastica, digiere y por la noche; defeca. Por último, empotrados en la pared como mezquinos granos de su dermis, dos hermosas pinturas: La pesadilla y Saturno devorando a sus hijos.

Cuantas noches no había soñado con aquella despreciable bestia como un diablo aterrador, observándolo mientras duerme. Tenía presente la imagen. Ahí estaba, caminando hacia él, mirándolo fijamente. Desprendía gruesas gotas de pestilente saliva, jadeando brutalmente. Chorreaba mocos con su miembro erecto. Se acerca con sonrisa demoníaca. Él, haciendo genuflexiones invocaba al dios en el que no cree. El súcubo, cada vez más cerca, da pequeños saltos dejando una estela viscosa por donde pasa. Se miran, sus ojos rojos lo aterran. Abre su boca, descubriéndose los colmillos. En ese momento, despierta lívido con el cuerpo empapado.

El cuadro seguía justo arriba de su cama, como un crucifijo al cual martirizarse. Lo acechaba esa pesadilla desde algunos meses. No quería quitarlo, era parte de su vida. Era su saturno que lo devora como a un hijo. Claro: lo devora, mastica, digiere y, por la noche cuando los mortales duermen, lo defeca. Ya en el escusado, siendo y hediendo a mierda, le jala al baño. Desaparece, llega al submundo de la cañería. Sus amigos, sus parientes. Todos lo abrazan. ¡Caray! Estoy de vuelta en el mundo.

Sentado, recargado en el retrete, escupe sangre. Pálido y con espasmos epilépticos, nuestro héroe se ríe prolongadamente. Jala la llave del baño. Su vómito, su sangre, sus jugos gástricos se lo lleva la corriente. Ahí va su sustancia, rumbo al caño, a visitar a sus abuelos.

David Verástegui
Enero/07